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Mis abuelos y sus universos

Conocí a mis dos abuelas y mis dos abuelos. Me siento afortunada por eso. Luciana, mi hija, sólo tiene a sus abuelas. Mi padre murió antes de que nacieran sus nietos. Y veo a mi madre coser rodilleras en los pantalones de Luliy responder preguntas con una calma que no es la de antes.

El universo de cada uno de mis abuelos me llevó a la escritura, no porque me leyeran ni me regalaran libros; ninguno de ellos lo hizo. Fueron su presencia y el modo en que se relacionaban conmigo. Con mi abuelo Pocholo -que se llamaba Washington- y parecía un galán de películas de cowboys, pero bajito, descubrí el gusto por el juego con las palabras.Era un humorista incansable. Su estilo consistía en tensar el lenguaje, combinar palabras hasta sacarles chispas y a mí carcajadas. Mi abuelo conoció a mi abuela Ludevinaen el Tren Fantasma. Ella se hacía llamar Luzdivina, porque quería tener algo de Dios en el nombre. Era bizca y estaba loca. Atrás de los lentes gruesos y verdes, sus ojos parecían dos bolas flotando en un frasco de laboratorio. La cosa es que entraron por el túnel oscuro, pasaron junto a una calavera que se balanceaba, los sorprendió una bruja riéndose, Drácula salió de un ataúd y, en ese momento, una tela araña rozó el hombro de mi abuela. Ella gritó fuerte. Se prendió a mi abuelo como una garrapata y se quedaron juntos para siempre. Con ellos aprendí que la realidad coquetea con la ficción. A diferencia de la imagen de las abuelitas que hornean pasteles y tejen con lanas esponjosas, mi abuela Luzdivina me perseguía con historias terribles sobre el demonio. Recuerdo el olor a querosene del primus que habitaba su casa, el juego de cubiertos que insistía que iba a regalarme el día de mi boda, las visitas a Doña Justa -su vecina- con quien me hablaba de las cosas que los niños no les pueden hacer a las niñas y me leían la biblia. A mí me daba mucho miedo quedarme a dormir en la casa de mi abuela Luzdivina, sobre todo cuando mi abuelo se iba a tomar una al boliche y me quedaba sola con ella. Pensaba que si se dormía unas sombras largas y bizcas podían atraparme en telarañas pegajosas, envolverme como un gusanito y llenarme de locura. Los cubiertos que guardaba para regalarme el día de mi boda podían salir disparados del cajón y clavarme a la cama, para que toda la noche se metiera en mi cuerpo. Pero mi abuela también era una superheroína que me salvaba de los rezongos y las palizas de mi madre. La convencía para que yo pudiera hacer todo lo que deseaba, una tarde me dio sus últimas moneditas para que comprara galletitas y armara un picnic en la azotea de la casa de Isabel.

Mi abuela Felipa era gorda y silbaba melodías cada vez que cocinaba. La época en que iba jardinera mi abuela Carlos pasaba a buscarme por la escuela y mi abuela lavaba mi túnica y la colgaba en la estufa a leña, cada vez que me hacía pichí porque me daba vergüenza pedir para ir al baño. Cuando llegaban mis padres a buscarme ya estaba sequita y manteníamos el secreto. El miedo en la casa de ellos venía los fines de semana luego de la siesta de mi abuelo Carlos. Para que hiciera caso mi abuela me amenazaba, decía: “si no hacés-pongan aquí lo que se les ocurra que un adulta quiere obligar a hacer a un niño- a tu abuelo se le paran los pelos y se trasforma. La cosa es que cada vez que veía aparecer a mi abuelo, con la camiseta blanca y todo despeinado después de la siesta, entraba en un mutismo lleno de obediencia. No podía entender cómo esa figura de pelos parados que aparecía en la penumbra de la tarde  era el mismo abuelo que me regalaba caramelos y me acariciaba la cabeza.
Los fines de semana nos reuníamos en  la casa de mi abuelo Pocholo y mi abuela Luzdivina, en Shangrilá. El abuelo era experto en asados, esa habilidad la consiguió después de toda una vida de obrero de la construcción. La abuela Felipa y el abuelo Carlos traían el postre y las bebidas. Y mis hermanas y yo jugábamos al sol abrazadas por sus murmullos y sus risas.

En la foto: la abuela Luzdivina y el abuelo Pocholoen su casa de Sahngrilá.